El logotipo o logo de una marca es seguramente uno de los mejores reclamos para captar compradores, un modo de hacer partícipe al cliente en todo aquello que esta representa, una suerte de orgullo de pertenencia que se termina traduciendo en una pretendida demostración de estatus o vanidad. Se trata de un fenómeno especialmente intenso entre el público más joven, ávido de lucir el emblema de su marca favorita, y cuánto más grande, mucho mejor.
Pecados de juventud, que no dejan de ser comportamientos lógicos y propios de la edad. Sin embargo, a medida que se van cumpliendo años, la madurez termina por imponerse, o debería, y esto se ha de hacer patente en el vestir y en el guardarropa. Por poner un ejemplo, la preferencia por una camisa MTO o bespoke, antes que por una RTW, que por llevar la etiqueta o logo de turno (dependerá evidentemente del tejido escogido), si te descuidas acaba encima siendo más cara. Alcanzada la treintena, si quieres ostentar un emblema, que sean tus iniciales.
Como he manifestado en no pocas ocasiones, los logotipos deben quedar reducidos a las piezas más informales. Hay firmas que se empeñan en que no haya duda de su sello, no tiene bastante con ellos, invadiendo costuras y tapetas con sus colores identitarios, desvirtuando por completo la prenda en cuestión. Personalmente, reconozco que son los polos de manga corta, concretamente los de Ralph Lauren, de mis contadísimas renuncias.
Mi consejo es que si optas por llevar logo, que sea lo más pequeño o sutil posible, que no disfrute de excesivo protagonismo. Hay pocas cosas tan parodiables y desafortunadas, que un hombre ya talludo combinando logotipos y colores exagerados a modo de anuncio ambulante, encantado de haberse conocido y dejando constancia inequívoca de la procedencia de su atuendo.
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